Hay artistas que no necesitan hacer mucho para tomar un escenario. Alanis Morissette subió al Tecate Emblema el sábado 17 de mayo con el mismo temple con el que irrumpió en los noventa: con honestidad brutal, una guitarra colgada y canciones que, aunque hayan pasado casi treinta años, siguen sonando como si fueran escritas ayer.
La canadiense fue una de las grandes cartas del segundo día del festival, y cumplió con creces. Empezó puntual, a las 21:55, y lo que vino fue un repaso directo al alma de todos los que alguna vez gritaron “You Oughta Know” con lágrimas o rabia en los ojos. La multitud la acompañó con devoción, incluso en los temas menos radiales, porque la conexión con su público es más emocional que comercial.
El setlist fue generoso: “Hand in My Pocket”, “You Learn”, “Ironic”, “Uninvited”, “Thank U”… todo eso estuvo ahí. Pero más allá de los hits, lo que impactó fue la interpretación. Alanis no canta para gustar; canta como quien exorciza algo. Y eso, en un festival tan cargado de pop artificial, se sintió como una bocanada de sinceridad. No hubo coreografías, ni visuales extravagantes. Solo ella, su banda y una entrega total.
Hubo un momento, durante “Mary Jane”, en el que el festival pareció detenerse. Era ella hablándole a una multitud de extraños como si fueran sus amigos más íntimos. Y ahí está la magia de Alanis: no necesita explicar nada. Su sola presencia convierte un festival enorme en una sala íntima.
¿Tecate Emblema? Sí, lleno de headliners enormes y producción millonaria. Pero Alanis fue otra cosa: fue un recordatorio de por qué amamos la música, de por qué seguimos yendo a festivales y de por qué, a veces, una sola voz puede decir más que mil fuegos artificiales.